Khogyani (Afganistán)/ Teherán/ Baltimore (EEUU), 4 dic (EFE) – Un campesino extrae la resina de una amapola en Afganistán para venderla y alimentar a su familia. En Irán, una patrulla fronteriza persigue el opio que salió de esta planta para evitar que se venda en su país ni salte al resto del mundo.
En Baltimore (EEUU), un hombre de 55 años, que consume heroína desde los 11, pide ayuda en un centro médico móvil aparcado en la puerta de una cárcel.
Todo comienza en el interior de una flor.
AMAPOLAS Y DISPAROS (AFGANISTÁN)
Son las 4:30 y Amrullah Khan reza en su hogar antes de ir a su campo de amapolas. Vive en el inseguro distrito de Khogyani, en la provincia oriental de Nangarhar. Aprendió a cultivar de su padre, y éste del suyo, y ha entrenado a sus hijos en el arte de esta planta prohibida, en la que empiezan a trabajar con unos 10 años. Amrullah es uno de los 590,000 campesinos que han convertido Afganistán en el mayor vendedor de opio del mundo, el producto de esta flor.
“Es lo más duro que hay”, cuenta el jornalero, que con la venta de la resina alimenta a los 13 miembros de su familia: “Tienes que trabajar durante meses desde la mañana hasta la tarde, daña tu salud y arruina el futuro de nuestros hijos”.
Vestidos con sus ropas más viejas, que quedarán pronto inservibles por el marrón intenso de la resina, los jornaleros comienzan a hacer incisiones en las cápsulas, de las que extraen la conocida como “leche de amapola”.
El opio se vende a escondidas. Lejos queda la época en la que se hacía abiertamente “en el campo o en los bazares locales”. Ahora, los comerciantes se acercan sin hacer mucho ruido a la aldea, o los mismos agricultores llevan la amapola “en secreto a las áreas inseguras y controladas por los talibanes”. Lo que no faltan son compradores. “Todos están involucrados para ganar unos céntimos”, sean funcionarios gubernamentales, talibanes o narcotraficantes, cuenta Amrullah.
Con frecuencia, la cosecha se ve interrumpida por combates entre las fuerzas de seguridad afganas, los talibanes y el grupo yihadista Estado Islámico (EI). Nunca se sabe de dónde llega la última ráfaga de disparos que les obliga a correr.
Este año el cultivo de amapola no ha sido bueno, y Amrullah sólo ha obtenido de su venta $400, frente a los $2,000 del año pasado. El dinero obtenido apenas cubre para pagar los fertilizantes y la mano de obra, por lo que pedirá un adelanto a un narcotraficante para la próxima cosecha.
El Gobierno y los talibanes Desde la caída del régimen talibán, en 2001, gracias a la invasión estadounidense, el Gobierno afgano y la comunidad internacional han gastado más de $9,000 millones para poner fin al cultivo de opio, sin éxito.
Afganistán sigue siendo el productor del 80% de la heroína del mundo.
Según datos de la Oficina de Crimen y Drogas de Naciones Unidas (UNODC), la producción de amapola no ha hecho más que aumentar: desde 185 toneladas en 2001 bajo el régimen talibán y 3,400 toneladas en 2002 (la primera cosecha en presencia de las fuerzas extranjeras), a 6,400 toneladas en 2019. El cultivo de amapola aumentó también de 800 hectáreas en 2001 hasta 163,000 en 2019.
Entre los motivos del fracaso de los programas antinarcóticos, está la inseguridad. “El 83% del cultivo se lleva a cabo en áreas inseguras y controladas por los talibanes, que además de alentar a los agricultores, también facilitan el tráfico de drogas”, subraya el portavoz del Ministerio del Interior Tariq Arian.
La Policía afgana, con el apoyo de las fuerzas estadounidenses, destruyó entre 2009 y 2019 un total de 500 laboratorios de procesamiento de drogas mediante ataques aéreos y operaciones especiales (incluida la mediática campaña “Tempestad de Hierro” entre 2017 y 2018 de EEUU).
Los talibanes obtienen unos $200 millones al año de la venta de droga, una cantidad, según datos del Ejército estadounidense, superior a la que necesitan para cubrir los gastos de su guerra contra las tropas internacionales y locales.
Los insurgentes, sin embargo, niegan reiteradamente su participación. “El Emirato Islámico -como se autodenominan los talibanes- no tiene nada que ver con el cultivo, el tráfico y otras actividades relacionadas con las drogas”, asegura a EFE el principal portavoz talibán, Zabihullah Mujahid. “¿Cómo podríamos golpear y castigar por la mañana a los campesinos por cultivar amapola, cuando la noche anterior habían comido con nosotros?”.
El Narco Malang Amani -no es su verdadero nombre- es un narcotraficante de nivel medio. Por lo general, compra pequeñas cantidades de opio a comerciantes locales o directamente a agricultores de confianza en el este de Afganistán.
Amani, de 59 años, ha dedicado los últimos 18 al tráfico de drogas y añora los tiempos después del colapso del régimen talibán en los que el contrabando era “fácil y rentable”: uno podía conducir un automóvil lleno de opio durante 600 kilómetros desde Nangarhar hasta la meridional Kandahar sin problemas, pagando a la Policía “una pequeña cantidad o un regalo”.
En los últimos años, sin embargo, los paquetes son de entre 20 y 50 kilos, y además “debes cambiar varias veces de automóvil, usar matrículas y tarjetas de identidad falsas e incluso llevar un Kalashnikov”.
En el sur de Afganistán, los grandes narcotraficantes compran el opio a intermediarios como él, unas transacciones que deben hacerse en áreas inseguras y lugares ocultos. Luego es enviado en grandes cargamentos a través de las áreas controladas por los talibanes a Pakistán e Irán.
EL GRAN PUERTO DE DISTRIBUCIÓN (IRÁN)
En Irán, la jornada también empieza muy pronto para los guardias fronterizos.
Zanjas, alambradas, muros y torres de vigilancia sobre los 900 kilómetros de línea entre los dos países vecinos. Apoyados por la Policía Antinarcóticos, se dedican principalmente a evitar que la droga entre en su país. En las últimas tres décadas han desmantelado unas 50,000 bandas, aseguran.
Las provincias con mayor actividad son las de Sistán y Baluchistán y Jorasán del Sur, en el sudeste del país. Son la vía terrestre tradicional, pero hay que añadir la marítima, que tiene su epicentro en la región meridional de Hormozgan, en el golfo Pérsico.
Existen otras rutas para la salida de Afganistán de la heroína, el opio y el cristal, entre otras drogas: hacia el norte y el oeste del país, a través de Pakistán o hacia el sur por el océano Índico; pero son vías más largas que implican mayores dificultades y capacidades.
“La ruta más cercana a Europa es la que conduce a la fronteras de la República Islámica de Irán y para los contrabandistas tiene importancia que la droga llegue más rápido”, explica el jefe de la Policía Antinarcóticos de Irán, el general de brigada Mohammad Massoud Zahedian.
Las cifras son llamativas. Solo durante el año 1398 del calendario persa (hasta el 20 de marzo de 2020), las fuerzas iraníes se incautaron de 950 toneladas de droga, 150 más que el año anterior. El 80% fue opio y el resto heroína, morfina y cristal. Hubo 2,319 operaciones y se desmantelaron 1,886 bandas de narcotraficantes, según los datos de la Sede de Control de Droga de Irán.
Irán incauta más del 90% del opio a escala global. También el 26% de la heroína y el 48% de la morfina, refrenda la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.
“El duro muro de contención que ha creado la República Islámica ha hecho que este tsunami transfiera menos droga. Intentamos impedir la entrada a nuestra tierra y que se use como ruta de tránsito”, apostilla.
Este esfuerzo, cuenta, se ve lastrado por la escasa ayuda internacional, tanto financiera como logística, y por las sanciones de Estados Unidos, que impiden adquirir a Irán equipamientos necesarios y modernos, especialmente para combatir el tráfico en la vía marítima del golfo Pérsico, que está en auge.
La cooperación sí es estrecha con otros países afectados como Pakistán y Afganistán, cuya sede de coordinación se ubica en Teherán. La vigilancia a los narcotraficantes comienza en el punto de producción y termina en el de consumo con el fin de realizar operaciones conjuntas que desmantelen toda la red de contrabando.
Estas redes tienen en ocasiones vínculos con el terrorismo, lo que añade peligrosidad a las operaciones: “Grupos yihadistas como Daésh (acrónimo en árabe del Estado islámico) y Yeish al Adl venden drogas para cubrir sus gastos y la adquisición de armas”, apunta Zahedian.
Esta batalla pasa una factura muy alta a Irán. Unos 3,850 efectivos de seguridad han fallecido en operaciones contra el narcotráfico en las últimas tres décadas y unos 12,000 han quedado lisiados. Se han gastado además unos $700 millones en sellar las fronteras.
Pero la droga no llega solo para ser transportada. “Tenemos dos millones de adictos en Irán”, admite Abás Deilamizadeh, director de la ONG “Tavalode Dobareh” (Renacer de nuevo), quien trabaja desde hace dos décadas en programas de desintoxicación. A esos dos millones se suman otros 800,000 consumidores ocasionales.
En Irán, el opio se fumaba en pipa. Ahora, como en el resto del mundo, la heroína y el cristal son sus formas más demandadas.
HEROÍNA DE ABUELOS A NIETOS (EEUU)
Un enorme camión de la basura se detiene con el motor encendido frente a un puesto de tratamiento para adicciones de Baltimore (EEUU) donde la doctora Jordan Narhas-Vigon aguarda. Su conductor, un hombre de mediana edad, baja nervioso, solicita la prescripción y regresa trotando al vehículo.
“El problema de la heroína está muy arraigado. Uno de los pacientes con los que tratamos me contó que llevaba consumiendo desde los 11 años. Y ahora tiene 50, trabaja y sigue luchando contra la adicción”, relata la doctora. Los problemas con la heroína, en muchos casos, pasan de abuelos, a padres y a hijos.
El equipo médico está instalado a las puertas del Centro de Detención de la Ciudad de Baltimore, que cuenta con casi un millar de presos, muchos de ellos a la espera de juicio.
Al salir de la cárcel, lo primero que se ve es el lema de un despacho de abogados que ofrece préstamos para pagar fianzas: “Freedom is not free. We are the next best option” (La libertad no es gratis. Nosotros somos la siguiente mejor opción).
Es el negocio mayoritario de la zona. También hay alguna licorería con puertas de rejas oxidadas y los dependientes atrincherados tras gruesas mamparas.
Excepto la antigua prisión, un edificio húmedo de piedra oscura y aire gótico que parece diseñado por uno de los ilustres locales, Edgar Allan Poe, todo es de hormigón y ladrillo. En un jardín cercano, sin flores, un gran cartel escrito a mano reza en grandes letras negras: “Zona sin disparos”.
A medio camino entre Filadelfia y Washington, Baltimore, con casi 2.5 millones de habitantes, es uno de los epicentros históricos del consumo de heroína de la costa este. Y hay historias similares en Boston, Nueva York, Atlanta, Cleveland o Pittsburgh. Desde finales del siglo pasado la heroína ha arrasado varias generaciones en EEUU.
Más de 750,000 personas han muerto de sobredosis desde 1999, la gran mayoría por opiáceos, según datos del Centro de Control de Enfermedades (CDC); y más 71,000 solo en 2019, el mayor número desde que se tienen registros.
La heroína lleva desde 1970 en las calles de EEUU, la mayor parte procedente del sudeste de Asia. El mercado ha cambiado recientemente con la entrada de México como principal proveedor y la llegada del fentanilo, un opiáceo utilizado para tratar los dolores provocados por el cáncer, entre otras enfermedades. Se estima que es hasta 50 veces más potente que la heroína.
Los carteles mexicanos, según cuentan dos altos cargos de la Agencia Antidroga de EEUU (DEA), simplemente se han adaptado a la demanda.
Para ello, han aumentado su capacidad de cultivo de amapolas en el llamado Triángulo Dorado, que agrupa a los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango, próximos a la frontera con EEUU.
SOBREDOSIS EN AUMENTO
Poco a poco, caminando ensimismados, van apareciendo los “clientes”. Los automóviles en la autopista cercana zumban como mosquitos al lado de la camioneta del Behavioral Health Leadership Institute (BHLI), una organización no gubernamental dedicada a ofrecer servicios sanitarios a los adictos más vulnerables.
Principalmente entrega recetas de medicamentos, ya que muy pocos cuentan con cobertura médica, y ofrece inhaladores de “narcan” (naloxone), el fármaco utilizado para tratar sobredosis de opiáceos.
A la cabeza, Deborah Agus, su directora, una abogada menuda llena de energía que conversa sin parar: con los “clientes”, como llama a los pacientes; con los funcionarios de prisiones que entran y salen, con la policía que va y viene; incluso con los escasos paseantes.
“Somos una típica ciudad vieja, urbana y de la costa este. Con problemas relacionados con elevados niveles de pobreza, cuestiones raciales, falta de financiación federal y estatal en educación, y con el paso de los años se han añadido problemas con la Policía, disturbios”, describe.
Aparece un joven delgado de 20 años. El equipo le da los buenos días y le ofrece una silla. Tan importante es escuchar como las recetas para tratar la adicción. El vehículo que le ha traído espera con el motor encendido. Recoge las prescripciones médicas y se va con pasos acelerados e irregulares. No tiene ganas de hablar.
“Siempre ha habido problemas por consumo de heroína en Baltimore, pero, como en otros lugares, no se le ha prestado atención hasta que han comenzado a morir de sobredosis muchachos de familias blancas acomodadas. Era un problema escondido”, explica Agus. Y lo sigue siendo: “Durante la pandemia, las muertes por sobredosis han vuelto a crecer de manera dramática”.
Ahora, además, la calle demanda una mezcla de narcóticos. “Fentanilo con heroína, con marihuana, con cualquier cosa”, algo extremadamente peligroso que dispara el riesgo de sobredosis.
“La gente siempre está buscando un subidón aún más grande”, remacha Narhas-Vigón.
Reportaje elaborado por Baber Khan Sahel (Khogyani); Marina Villén y Artemis Razmipour (Teherán) y Alfonso Fernández (Baltimore). Editado por Moncho Torres, Susana Samhan, Raquel Godos y Javier Marín.